Se levantó a duras penas del taburete. Las rodillas hacían un esfuerzo hercúleo por izar un cuerpo inundado de absenta y melancolía. Lento, rápido, rápido, lento... pasos descoordinados guiados por un corazón maltrecho. Por fin irguió la cabeza, tomó aire y se ajustó el pantalón dos tallas mayor gracias a la dieta del desamor. No obstante, su mirada, antes que posarse en el suelo, estaba dispuesta a seguir el rastro de la primera luz que secara su conjuntivitis sentimental. Se frotó las corneas con determinación, recogió sus variados registros y los trocitos de sueños que estaban tirados por doquier. Se estiró felinamente para que cada hueso y cada segmento del alma se recolocaran en armonía y le dotasen de la estabilidad mínima que precisa todo cuerpo que su espíritu va a acariciar. Apagó con las yemas húmedas de sus dedos el candil de la última puerta, recogió la botella vacía de absenta, aún humeante del trajín que había sufrido; buscó a tientas el tapón y cuando todos los ingredientes se reunieron en su mano, sólo quedaba lanzarse al mar colorista y agitado, al profundo abismo de las aguas procelosas y el destino alado. Anidado entre las rocas quedó su mensaje de comprensión, lucidez y consuelo. Se quitó los ropajes del miedo al abandono, del orgullo impúdico y de la inseguridad malsana; observó con serenidad el horizonte perdido, y con un giro de 180º enfiló la bitácora de su nuevo destino.