martes, 9 de junio de 2009

lupita en el jardín botánico

El jardín botánico del que hablo es como un parque dormido que a veces despierta para mí; lo he visto crecer y cambiar desde niño, yo también he crecido y cambiado con él. La primera vez que lo visité acababa de cumplir ocho años y fue el regalo que mis padres me ofrecieron ante mi constante insistencia desde que escuché una vieja canción que decía que una estatua metálica vivía en él. No sabía lo que era un jardín botánico pero me sonaba a verde y a profundo y en aquella época pensaba que sólo existía uno, el habitado por esa figura plateada y de espíritu misterioso y desconocido; me atraía tanto que me imaginaba capaz de sacarle de la tristeza que la canción le atribuía tan sólo con plantarme delante de ella, nos haríamos amigos contándole alguna historia y descubriría su secreto melancólico sólo con proponérmelo.
Era domingo, 24 de mayo y entonces vivíamos en Madrid, el jardín botánico elegido fue, desde luego, el Real Jardín Botánico de Madrid. A pesar de haber llegado en metro desde mi casa, al entrar en él me pareció que la ciudad quedaba lejos, muy atrás, perdida en el tiempo y que penetraba en otro mundo, en un mundo de sueños donde todo es posible. El día fue muy lluvioso, de tormenta y eso casi hace que mis padres desistiesen de su promesa, pero afortunadamente mi empeño infantil pudo más que su adulta prudencia y allí fuimos, abrigados como si fuese otoño, con chubasqueros y botas de agua a pesar de que la primavera se manifestaba plena y lo llenaba todo de colores y de olores. Fue un acierto, los jardines botánicos hay que visitarlos en días de lluvia; desde entonces sé que con el agua se transforman y renacen.
Un jardín botánico es un lugar donde hay plantas, flores, árboles, fuentes,… y el cielo está abierto. Todos los rincones están llenos de sorpresas y de belleza, el tiempo se relativiza, va más despacio o más rápido, adquiere una carencia nueva y distinta de la habitual, el compás lo marca cada uno. Allí descubrí que mi ritmo es de los lentos y que a cada cosa hay que dedicarle su tiempo. Esto no lo supe ese primer día de visita, claro, sino a lo largo de los años. En aquella ocasión mi objetivo era la estatua, la cantarina, la afligida, a la que ayudaría a resolver su enigma que tanto le hacía sufrir. Aquella que sólo encontré al final de mi recorrido y casi cuando ya iba a desesperar; me había empeñado en rescatarla y, paradojas de la vida, fue ella la que acabó capturándome a mí para siempre.
Empecé mi búsqueda cruzando una gran terraza llena de plantas exóticas, coloridas y de penetrantes perfumes; esbeltos y floridos árboles y arbustos pequeños, todo envuelto en fragancias adormecedoras y fascinantes. Al acercarme al espacio destinado a los bonsáis me apresuré porque empezó a llover. Al llegar me quedé perplejo al descubrir que árboles diminutos configuraban un bosque completo y fabuloso y sobre todo, porque pasear mi vista entre ellos fue pasear realmente entre ellos. Para resguardarme de la lluvia apoye mi espalda con descuido en un olmo enano y noté como se movió, al volverme asistí atónito a la mutación de alguna de sus hojas, se transformaban en ojos almendrados, redondos, chispeantes, alargados; por lo menos había un par de ellos en cada rama, ojos azules, verdes, marrones... A algunos les crecieron largas pestañas a lo largo de su contorno y a otros sólo tres o cuatro en los párpados superiores. Todos pestañeaban con lentitud y me miraban por pares. En otro de los pequeños árboles, las hojas simulaban labios rojos o rosados, entreabiertos, lanzando suspiros o sonrisas. Cuando vi los árboles cuyas hojas eran pequeñas orejas me asombré sobre todo de los curiosos pendientes que lucían. Las naricillas que nacían espontáneamente de las ramas de otros eran de tamaños diferentes, algunas chatas y otra aguileñas como si se hubiesen torcido queriendo percibir el olor de los árboles vecinos. Juntando ojos, bocas, narices y orejas se formaban caras distintas, las combinaciones permitían que fuesen cientos, miles acaso y yo era capaz de verlas a todas. Un bosque de expresivas caras dispersas en árboles diminutos, curioso, pensé. Ahora lo recuerdo con nostalgia pero esa primera vez no me di cuenta de que yo mismo era muy pequeño, lo suficiente como para poder corretear libremente bajo la lluvia en un bosque de árboles enanos encontrándome con personas que habían andado por los mismos parajes antes que yo, las primeras. de la realeza, hace ya más de dos siglos.
Continué con mi paseo entre setos, glorietas y fuentes buscando la estatua de la canción. Encontré gran variedad de árboles y arbustos, flores únicas, sotos y florestas llamativos de intensos colores y diseños atrevidos, pero ni rastro de ella. A pesar de que todo el tiempo estuvo lloviendo mi paso no fue nunca presuroso ya que intentaba escuchar el lenguaje de las plantas y era ese sonido el que me indicaba el rumbo a seguir. Recorrí todo el jardín encontrando a carpinteros amantes de la madera convertidos en árboles, escultores ensimismados ante las formas de esos mismos árboles y de otros convertidos en nuevos árboles o en gruesas ramas de formas imposibles; navegantes transformados en plantas tropicales imaginando travesías al percibir la brisa de los mares del sur. Poetas, artistas, estudiantes, teatreros adoptando sus formas, las de ellos, las suyas propias, las que ellos querían ser y sentir, ramas, hojas, raíces. Artesanos, maestros y músicos; filósofos y viajeros, astrónomos y cirujanos, publicistas, restauradores y oficinistas, todos aquellos que habían tenido la suerte de visitar el jardín un día lluvioso y la perspicacia de haber sabido escuchar y ver lo necesario obtenían un premio: se encontraban allí reflejados para siempre.
Cuando abandonaba el jardín envuelto en dulce olor a rosas y bastante decepcionado por no encontrar a mi estatua metálica y plateada se aclaró tímidamente el cielo y los rayos de sol se abrieron paso con fuerza y rapidez entre las nubes, miré hacia atrás y vi en un recodo surgir una forma transparente, aguada, que a medida que recibía el calor y la luz brillante y directa del cielo se iba solidificando hasta resultar de efectos metálicos. Era mi estatua, la que había ido a rescatar de su tristeza. Pero no estaba triste, me sonreía. Con un dedo dibujó una elipse en el aire que se quedó flotando un rato para irse volando y posarse en un árbol, en un sauce al fondo del jardín. Al mirarle me vi reflejado en él, reconocí mi figura en la languidez de sus ramas y el aire desgarbado que me caracterizaba, incluso mi flequillo caído de hoja de sauce contribuía a configurar la imagen desvalida y llorosa que tenía por aquel entonces. A partir de ese momento formé parte atemporal de ese jardín como les ha ocurrido a tantos otros visitantes que han quedado atrapados por los pétalos o las ramas o las hojas o la brisa o la fragancia o… y que reaparecen cada vez que llueve.
El jardín botánico del que hablo es un parque dormido que sólo se despierta con la lluvia de primavera y que está custodiado por una guardiana de almas que se vuelve agua cuando se moja y se convierte en estatua caprichosa, melancólica y brillante cuando le da el sol.

5 comentarios:

Edurne dijo...

Cortázar, Radio Futura...? Y encima en un jardín botánico!
Sabes, inevitablemente, cuando leíste el texto me pasó también, me sitúo en el Botánico de Madrid.
La próxima buscaré la estatua, lo mismo la encuentro y me habla!
Muxutxus gemelilla!

l.blondieNOplagiaSeinspira dijo...

hola edurnita, sí, cortazar, radio futura y?????? el dulce benedetti a la izquierda de un roble cualquiera
http://www.poemas-del-alma.com/mario-benedetti-a-la-izquierda-del-roble.htm
sí es que ya está toó inventado!!!!
el jardin botánico de madrid me lo sugirio y describio merilu el día que fui a su casa de la playa

Fernando dijo...

En verano, cuando estoy en el campo y llueve con esas gotas gordas que hacen plaf..plaf... cuando caen; me gusta sentarme en un porche y observar el campo, disfruto del olor que desprende la tierra a hierba mojada.
No conozco el botánico de Madrid, aunque después del paseo en busca de la estatua perdida, creo que cuando vaya no me va a pacer tan nuevo, vamos como si ya lo hubiera visto antes. Pero también he de decir que disfruto del campo cuando llueve y sobre todo con olor que desprende la tierra con las primeras gotas, pero no me gusta mojarme; lo observo tranquilo, sentado en una silla y siempre a cubierto, sobre todo eso, que no me moje. Así que como no lleve paraguas y se ponga a llover, me voy del botánico y dejo a la estatua con sus rayos y sus flores a que escampe, entonces volveré a ver si la pillo.

Muxu pilo bat.

sinver dijo...

Anda, anda, anda, muy bonito, descriptivo y... largo. No es habitual. Me ha gustado, me suena a duendecillos y elfos varios. Como no me va Radio Futura y no leo a Cortazar (estoy en ello) ni a Benedetti, pues no me cosco de las referencias. Creo que lo de coscarse es muy de madriles, piba.

Helenopez dijo...

Un día fui con alguien muy especial a un jardín botánico, a diferencia del personaje de tu relato yo no buscaba una estatua pero había varias, ya lo creo.
Lo más hermoso, que suele ser lo pequeño, fue que compartiera aquel pequeño mundo vegetal.
Una semilla de Baobab empezó a germinar en mi mano, cayó en la tierra húmeda, años después volvimos al jardín botánico, los dos nos abrazamos al tronco enorme de aquel árbol mítico y legendario. Supongo que alguna estatua de las que cuidaban aquel lugar nos miró con alegría.

Hermoso relato, Blondie.
Antuánjardinerodebonsáis.